La sociedad prehispánica de Gran Canaria reviste especial interés para afrontar un estudio de esta naturaleza. La isla, con una superficie de unos 1560 Km2, forma parte del archipiélago canario, localizado en el océano Atlántico medio, a una distancia mínima de 100 km de la costa noroeste de África. De acuerdo con las evidencias arqueológicas, el primer poblamiento estable se produjo en torno a los siglos II y III de la era, por parte de grupos humanos de cultura amazigh y economía agropastoril, que migraron desde el norte de África (Velasco et al., 2019). Estas gentes protagonizarían en cada isla unos desarrollos históricos particulares, a lo que contribuyó el relativo aislamiento en el que vivieron. No obstante, algunos territorios como el caso de Gran Canaria registraron episodios puntuales de aporte de nueva población norteafricana, como así dejan traslucir diversas manifestaciones arqueológicas (Alberto et al., 2022). Finalmente, el descubrimiento bajomedieval europeo del archipiélago terminaría desembocando en un cruento proceso de conquista en el siglo XV, mediante el que quedaría incorporado a la corona de Castilla.
La violencia física en el seno de la población aborigen de Gran Canaria está siendo abordada mediante el análisis de cuestiones como las formas y la frecuencia de estas interacciones, el perfil demográfico de la población afectada (mujeres, hombres, grupos de edad…) y, muy especialmente, la manera en la que tales manifestaciones se desarrollaron a través del tiempo. Esta última perspectiva permitirá estudiar el comportamiento violento en el marco de las condiciones sociales y económicas concretas en las que tuvo lugar. Por esta razón, la obtención de dataciones radiocarbónicas de los restos humanos con traumatismos por agresión constituye una tarea esencial, que forma parte del proyecto “Diacronía de la violencia en la sociedad prehispánica de Gran Canaria” financiado por la Fundación Palarq.
Prevalencia, formas y diacronía de la violencia
El estudio abarca los restos craneales correspondientes a una cifra próxima al millar de individuos, procedentes de enclaves arqueológicos representativos de las diferentes áreas habitadas de la isla. Para definir los mecanismos de la lesión, el momento en el que se produjo en relación con la muerte de la persona, así como distinguir entre heridas intencionales y accidentales, se han adoptado criterios estándares en bioarqueología y antropología forense.
Los primeros resultados indican que una proporción elevada de personas adultas, que asciende al 34%, presenta traumatismos compatibles con violencia física. Se trata de lesiones mayoritariamente contusas -esto es, originadas por un golpe con un objeto romo, desprovisto de punta o filo- y también punzantes, en ambos casos compatibles con armas de piedra y madera. Esta tipología guarda coherencia con la ausencia de minerales metalizables en Canarias. Una parte mayoritaria corresponde a lesiones ante mortem -curadas o en proceso de cicatrización-, de escasa severidad y cuyas características, como la localización, permiten vincularlas a enfrentamientos interpersonales cara a cara (fig. 1). Con las dataciones disponibles, puede plantearse que este tipo de encuentros parece extenderse a lo largo del periodo prehispánico. Cuestiones como la competencia por el territorio y los recursos, en el marco de una economía en la que el pastoreo y la agricultura fueron actividades centrales, así como unas relaciones sociales marcadas por la desigualdad, debieron de estar en la base de tales enfrentamientos, sin olvidar que todo ello tiene lugar en una isla de 1560 km2. En cualquier caso, la elevada frecuencia de ese modelo de lesiones sugiere la existencia de una violencia culturalmente aprobada, empleada con frecuencia en la resolución de conflictos.
Una proporción más reducida de la población (6%) sufrió lesiones perimortem (producidas en torno al momento de la muerte), razón por la que pueden estar relacionadas con la causa del deceso. Presentan localizaciones muy específicas en el cráneo, como el occipital y los temporales, indicativas de un modelo de agresión letal (fig. 2). En algunos casos los individuos que padecieron estas lesiones compartían una misma cavidad funeraria y mostraban dataciones coetáneas, lo que apuntaría a enfrentamientos intergrupales.
Una primera aproximación a la distribución cronológica de los sujetos con lesiones letales, muestra una mayor frecuencia en algunos momentos concretos. Uno de ellos parece asociarse a los procesos de jerarquización detectados a partir del siglo VII. Tal fenómeno de diferenciación social se evidencia muy especialmente en la práctica funeraria, con la aparición en esas fechas de las necrópolis de túmulos, caracterizadas por tumbas individuales cuya ordenación y diferencias en su monumentalidad marcan unas relaciones de profundas asimetrías interpersonales. Esta realidad contrasta con las cavidades funerarias de naturaleza colectiva que hasta ese momento habían constituido la única fórmula sepulcral. También en torno al siglo XI se localizan diversos enclaves funerarios en los que se depositaron individuos víctima de eventos violentos. Coincide esa fecha con otro momento de cambios profundos en la organización social y económica de los canarios, que se manifiesta en unos nuevos patrones de ocupación del territorio, nuevas modalidades de asentamientos y cementerios o una intensificación de la explotación agrícola y de los recursos marinos. Ambos momentos de reestructuración responderían a procesos internos, en los que se imbricaron eventos migratorios desde el norte de África que no representarían un gran aporte de población, pero sí el contacto con nuevas ideas.
De esta manera, considerando los contextos cronológicos, es posible establecer una vinculación entre al menos una parte de los episodios de violencia letal y las tensiones generadas por los procesos de jerarquización y reestructuración socioeconómica que tuvieron lugar en el seno de la sociedad indígena.
La violencia como estrategia en la construcción de las relaciones sociales
Otra de las cuestiones que estamos abordando al objeto de profundizar en los roles de la violencia tiene que ver con la manera en la que esta se manifiesta en función del sexo y los diferentes segmentos de edad. En lo que a la infancia y adolescencia respecta, la presencia de fracturas compatibles con violencia física se ha detectado a partir de los 6 años de vida. Sus huellas muestran proporciones cercanas a las documentadas en adultos, y con unas localizaciones y tipología similares, lo que plantea que no se trata de una violencia dirigida específicamente contra los más jóvenes, sino de unos comportamientos que afectan por igual al conjunto de la población (fig. 3). La aparición de lesiones en ese momento de la vida podría estar marcando el tránsito a una nueva categoría de edad social. Tal escenario sugiere que la violencia se erigió en un comportamiento reconocido y sancionado y, como tal, fue objeto de unos procesos de aprendizaje y transmisión.
Por otra parte, los datos revelan una significativa mayor proporción de hombres con traumatismos por violencia. Especialmente interesante resulta el análisis del segmento adolescente de la población, entre los 13 y 19 años, pues en este caso, y en el estado actual de la investigación, las lesiones se concentran principalmente entre los individuos masculinos.
Estas diferencias entre sexos apuntan al rol que el comportamiento violento pudo tener en la construcción de las identidades masculinas. Las fuentes escritas del periodo de redescubrimiento europeo, conquista y colonización del archipiélago canario aportan una valiosa información al respecto. En ellas se describen diferentes prácticas en las que la violencia adquiere un papel central cuyo protagonismo lo detentan hombres. Es el caso de los denominados “desafíos”: luchas rituales, formalizadas, dirimidas entre dos hombres y sancionadas por los poderes políticos y religiosos. Destacable es también la referencia a un rito de paso reservado a la élite masculina de la sociedad, por el que los jóvenes pasan a ser miembros de ese segmento preeminente, siendo la capacidad y habilidad para manejar las armas el criterio que marca esa transición.
Diversos estudios etnográficos de grupos humanos en los que se documentan prácticas similares, plantean que las formas ritualizadas de violencia, representadas por hombres, manifiestan el rol del comportamiento violento en la formulación de unas identidades masculinas hegemónicas, al tiempo que propician la autoperpetuación y arraigo de tales interacciones en la memoria colectiva (Martin, 2011).
Todo ello materializa una particular conceptualización de la violencia que va más allá de la resolución del conflicto para insertarse en la esfera de la ritualidad, del prestigio y de la construcción de identidades, con profundos significados simbólicos y sociales.
Sin embargo, no puede pasarse por alto que las mujeres también experimentaron lesiones compatibles con interacciones violentas en unas proporciones que exceden lo anecdótico. Si insertamos este dato en el escenario de las asimetrías de género que los estudios arqueológicos documentan en la sociedad aborigen, una de las preguntas que se abre es si acaso las circunstancias en las que se inscriben los traumatismos son iguales para el segmento masculino y femenino de la población. Ofrecer una primera tentativa interpretativa a esta cuestión requiere centrar la atención en el modelo de lesiones experimentado por unas y por otros. Así, los hombres con lesiones están cerca de duplicar la proporción de mujeres afectadas, observándose también diferencias en la localización de las heridas, pues mientras que la proporción de mujeres con traumatismos en frontal y en alguno de sus parietales es muy similar, en los hombres el frontal es la región significativamente más afectada. Especialmente marcada es también la diferencia en cuanto a fracturas nasales, a las que las mujeres apenas estuvieron expuestas. A ello se suma que el porcentaje de hombres con heridas letales cuadruplica al de mujeres. Todos estos aspectos perfilan un escenario en el que al menos parte de las agresiones tuvieron que responder a realidades o contextos diferenciados para uno y otro sexo. Diversos análisis arqueológicos centrados en la dieta, marcadores de actividad o en las representaciones figurativas de mujeres, así como las fuentes etnohistóricas, dejan entrever una división sexual en muchos de los trabajos desempeñados, así como asimetrías en su consideración social. En este marco, situaciones de violencia contra la mujer no serían descartables, como tampoco enfrentamientos entre personas del mismo sexo en el ámbito de las actividades que les son asignadas, contexto en el que la agresión pudo dirigirse a reforzar relaciones de preeminencia, cumplimiento de normas, etc.
Conclusión
El análisis de las huellas de violencia física en la población prehispánica de Gran Canaria y su inserción en los contextos cronológicos y socioeconómicos en los que tuvo lugar, pone de manifiesto la enorme complejidad de ese comportamiento. La violencia en la sociedad indígena se revela como un entramado en el que ideologías, reestructuración-mantenimiento de la ordenación social, gestión de recursos, género, condiciones biogeográficas restringidas… fueron entretejiéndose en mayor o menor medida a través del tiempo.
Bibliografía:
Alberto Barroso, V.; Velasco Vázquez, J.; Delgado Darias, T. y Moreno Benítez, M.A. (2022): Cementerios, cambio social y migración en el tiempo de los antiguos canarios. Tabona: Revista de Prehistoria y de Arqueología, 22, 189-215.
Martin, D. (2021): Violence and masculinity in small-scale societies. Current Anthropology, 62, supplement 23, S169-S181.
Velasco Vázquez, J.; Alberto Barroso, V.; Delgado Darias, T.; Moreno Benítez, M. A.; Christophe Lécuyer, C.; Pascale R. (2019): Poblamiento, colonización y primera historia de Canarias: el C14 como paradigma. Anuario de Estudios Atlánticos, 66, pp. 1-24.
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